Resulta paradójico ver cómo hemos cambiado durante estos últimos 30-35 años, cómo hemos ido, poco a poco, comulgando con las ruedas de molino de un sistema que nos ha doblegado, sin prisas pero sin pausa, con la constancia de un martillo pilón.
Primero
nos creímos aquello de la transición modélica y pasamos por alto el precio que
nos imponían. Después nos creímos los reyes del mambo de la democracia y unos y
otros empezaron a hacer como propios los avances, a adueñarse de los recursos,
a erigirse en amos y señores de un espacio que era nuestro y que nos quitaban
en nuestras propias narices. Más tarde, nos hicieron creer que el sistema, o
era bipartidista, o no era. Tampoco faltaron a la cita el amiguismo y los
arribistas, que fueron muchos los que se apuntaron a la fiesta del “vamos que
nos vamos” amparados en el espejo de los próceres. Al final, acabamos por
agachar la cabeza y no mirar más allá de nuestro ombligo. No hay ya amigos sino
vecinos, no hay compañeros, ni hermanos. No hay personas. Sólo nuestros tristes
ombligos.
Tres
décadas dan para mucho y, a la postre, el sistema ha sabido manejar los tiempos
más y mejor. Anestesiados, hemos sido desposeídos de toda nuestra riqueza, de
nuestros sueños, de los brazos abiertos y las manos anchas de futuro. En
nuestra nueva posición de abnegados ciudadanos modernos hemos olvidado de dónde
venimos y a todos los que cayeron en el camino. Así, al ritmo que marca el
tam-tam del sistema, la bolsa se olvidó de la vida y nosotros de nosotros mismos.
Nos hemos convertido en depredadores mientras, desde lo alto, los nuevos amos
del universo miran y ríen... y apuestan, y ganan.
Ganan
cuando acudimos como borregos a creernos sus urnas y repartos, sus bla-bla-bla
de mercachifles, sus escaños de cartón piedra. Ganan porque acudimos sumisos,
imbuidos en la desidia, incapaces de revivir ya el sentido crítico, pero
siempre atentos a la dentellada en el cuello sin más razón que una
supervivencia de cloacas. Ganan cuando permanecemos impasibles ante la ineficacia
de sus escaparates, de los juegos de salón internacional con derecho a veto
mientras otros hermanos nuestros se matan o se mueren. Ganan y levantan felices
su triunfo.
Sí,
han sabido, sin duda, manejar más y mejor los tiempos. Y los hombres grises del
cuento de Ende se han hecho realidad en forma de noticias, de fotos, de papeles
grises como ellos, creando una realidad paralela según el dictado de sus
creadores. Nos han vendido la falacia, nos han comprado la razón. Ahora vemos,
cada día, el resultado de tanta insidia. Les ha funcionado la máquina y ríen
felices, porque son muchos los que ya les siguen por inercia, desposeídos de
toda capacidad de reacción, felices en su infelicidad de miseria, muertos
vivientes con mentes desahuciadas. Pero felices sólo sabe dios por qué.
Hace
apenas unos años, levantamos como ídolos a los mismos jornaleros, a esos mismos
hermanos nuestros que hoy denostamos. Los hombres grises otra vez haciendo
mover la máquina y nosotros cayendo en la rueda nuevamente, tragándonos a
cambio la foto de unos tiernos servidores en corbata y traje de alquiler como
si estos tampoco hubieran olvidado ya a sus compañeros de viaje, como si no los
estuvieran también vendiendo, como si no estuvieran vendiendo sus propias almas
en favor de espurios intereses de mercader.
Tanto
y tan bien les ha funcionado su cohorte gris que hasta nos hemos creído que la
culpa fue nuestra, o peor, de quienes llegaron en un intento desesperado y
último de asegurarse un presente digno aún a costa de jugarse los cuartos en el
frío vaivén del Estrecho. Hemos asumido nuestra culpa, dóciles, y por eso
celebramos sus engañifas como bálsamo liberador de nuestra propia desidia,
aupándolos así aún más en sus pútridos pedestales.
En
nosotros está solamente. O seguir mirándonos el ombligo y alimentando alimañas,
o creernos el futuro y tomarlo de la mano sin miedo; abandonarnos a una deriva
siniestra que terminará por engullirnos, o levantar banderas y abrazos.
En
la esperanza de que mañana no sea ya demasiado tarde para decidirnos.
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