miércoles, 6 de junio de 2012

DOUBLE BASS



Los árboles. Los pájaros. El aire. Sentado en el balcón voy dejando que el tiempo pase sin prisas, leve como un susurro, que me lleve con el andar cansino de las tardes de estío. Ahora tocan las campanas. Son las seis. En el tocadiscos, Carmen McRae desgrana  Inside a silent tear  y a Ray Brown le suena el bajo mejor que nunca: double bass. Es como una canción hecha a propósito, hecha para que hoy a las seis de la tarde me sentara en el balcón a llorar como un necio, sólo porque Carmen lo diga.

Los árboles. Los pájaros. El aire. Aún no se bien  qué me ha hecho volver a esta ciudad olvidada de todos. Hacía diez años ya, y cuando bajé del coche, me ha crecido en las manos como una criatura en tan sólo cinco minutos. Ahí estaba la casa grande, allí en la esquina el bar de Matías, la casa de Luis, el médico, y la tiendita, como le gustaba decir a Blanca, la tiendita de ultramarinos, “Casa Ruiz”. Todo seguía igual, o casi.
 
Ahora estaba allí, sentado en el balcón y con las manos vacías, con los ojos vacíos intentando no pensar más que en los árboles, los pájaros o el aire, pero alguien detrás de mí me recordaba el frío de las ciudades, ese frío que te atenaza como cuando te ves tirado por las esquinas después de una borrachera. Fue igual cuando Blanca me dijo que se iba. Inside a silent tear. Carmen, cállate, no sigas.
 
Conocí a Blanca en una de mis vacaciones. Por la noche, cuando iba al bar de Matías a tomar el último anís, siempre la encontraba en la mesita del rincón, envuelta en su libro y en su Coca-Cola, como si nada fuera con ella. Una noche agarré mi copa, me acerqué a su mesa y me senté. Bebimos y hablamos hasta que Matías nos echó a la calle, ya bien tarde. Aquello se repitió noche tras noche. Fueron los últimos días de un verano que ahora se me antoja  irreal, como si hubiera  sido un sueño, o no, ¡yo qué sé!
 
Después de tanto tiempo, la casa olía a años, a todo este tiempo de no pasear por ella más que fantasmas y hormigas. El patio habría que arreglarlo un poco, pero no creo que me corriera demasiada prisa. Cuando he abierto la puerta he sentido un pellizco abajo, adentro, tantas horas pasadas allí, sentado en esta hamaca oyéndote recitar poemas, leer fragmentos de libros escogidos al azar, escribir cartas eternas a remites imaginarios. A media tarde preparábamos un  café y aquello era como la única concesión que éramos capaces de hacer  a lo cotidiano, dejarnos invadir por el olor espeso del café recién hecho. Años más tarde sería yo quien te escribiera las cartas eternas, te leyera los poemas, quien devorara las historias. 
 
La primera vez que entré en tu casa fue una tarde de primavera, al año siguiente. Llovía y hacía frío. Te puse unos discos que venía de comprar, algo de Gillespie con Charlie Parker. A ti aquella  música no te gustaba mucho, esa música de locos, me decías, que te ponía nerviosa, aunque de tanto en tanto te dejabas llevar con un leve tamborileo de los pies.  Aún lo recuerdo como si fuese aquel día. Justo en la entrada había un baúl y un paragüero de madera que, me contaste, habías encontrado una noche en la basura. El salón era un revoltillo de ropas y cajas de las que salían las cosas más insospechadas. Detrás de un biombo, la cama y una mesita con una pequeña luz. Al principio me sentí un poco incómodo, no sabía  dónde  podía  pisar o si, acaso, podría pisar en algún sitio, pero con el tiempo supe bien todos los caminos y aprendí a desgranar todos los secretos. Nunca olvidaré ya el olor tibio que bajaba del techo y se posaba  por todas partes. Ni tus manos trajinando en ese bazar de locos en el que vivías.
 
La verdad es que aún no se por qué he venido a parar aquí después de tantos años, aunque, supongo, habrá sido ese oscuro deseo de errar por la memoria que nos asalta al final del camino, cuando sentimos que lo hemos perdido ya  todo. Me habías dicho que te ibas, sin lágrimas, sin abrir apenas los labios, con el gesto dulce y blanco. Radiante a pesar de todo. También aquella era una tarde fría de primavera  y en las ventanas la lluvia  redoblaba  un medio tiempo. Una hora después los largos y asépticos pasillos me engullían las entrañas. Y aún sin saber por qué, he acabado aquí hoy, tan lejos, tan solo. Otra vez. Tan solo. Tan solo. Tan solo. Y Carmen no deja de recordármelo.
 
Esta mañana temprano he estado paseando por la alameda, había llovido un poco y el olor de la tierra húmeda invitaba. No había mucha gente. Sentado en un banco he repasado algunas de las notas que tomé durante aquel mes infinito, aquel mes sin más horizonte que la espera. Por las noches, sentado al pie de tu cama, escribía  para ti mientras veía cómo te alejabas poco a poco. Te contaba así todo lo que no me atrevía a decirte. Ahora ya no parecían tener sentido, pero a mí no me han dejado dormir apenas durante todos estos años. A media mañana el sol ya calentaba y una pequeña bruma se ha ido enredando en mis zapatos.
 
Quizás sea eso lo que he venido a buscar, un poco de orden y sentido a todas esas notas. La vida entera  parece que quepa en unas cuartillas y tú, mientras, te ibas quedando atrás, ajena a las noticias de los diarios, diluyéndote en el agua absurda de una cama de hospital, en todos aquellos años de vaciar sueños y miserias, a partes iguales, en tus venas. Nunca te lo había  dicho, pero aquella noche, la primera vez que me besaste, lloré. Ya ves. La luz de la luna te dibujaba suaves sombras en la cara y tus ojos estaban hermosos como nunca. Me pediste que no te dejara, que en invierno haríamos un muñeco de nieve en la plaza, que juntos veríamos crecer los juncos del río. Lloré aquella noche y me comí por dentro muchas noches más. A la primavera siguiente, con los primeros atardeceres eternos e incendiados, me presenté en tu casa. Me temblaban las piernas y el alma.
 
La tarde va cayendo lenta, alargando las sombras y difuminando suavemente los contornos como en las fotos de Hamilton. Me da miedo girarme y verte de nuevo con el pelo suelto y húmedo bailando como un pato para hacerme  enrabiar. Me da miedo oír tu aleteo nervioso, el dulce y burlón aleteo de tu inconsciencia. Me está matando este miedo de que nunca más he de verte, de que nadie me bese los ojos al dormirme, de mirarme  dentro y no ver más que silencio.  Ni siquiera árboles. Ni siquiera pájaros. Ni  aire  siquiera.  Silencio y tu último gesto, dulce y blanco, para decirme que no aguantabas más, que nunca más me ayudarías con los muñecos de nieve, que me querrías siempre, que no te olvidara. Y no llores, por favor.

Los últimos niños ya corren a sus casas y yo sigo aquí, atrapado en la honda voz de Carmen, en el pulso vibrante de Brown, hipnotizado y ausente: double bass. Quizás sea que todo lo que tengo es tu recuerdo y que diez años vagando por otras ciudades, por otras voces, son un sinsentido, una huida hacia adelante vacía y absurda. Volver por encima del dolor, o por el dolor mismo. Volver para descubrirte en cada objeto, en cada sueño. Quizás sea que lo único que poseo son tus ojos y que echo de menos cuando me hablabas al oído en invierno con la escusa de que tenías frío, los dos abrazados muy juntos y el mundo parado en una hermosa foto fija. Quizás sólo sea que necesito, ahora más que nunca, los árboles, los pájaros, el aire. Y a ti, Blanca.