miércoles, 3 de mayo de 2017

EL ALBERO ES NUESTRO






Dicen los que han estudiado el tema que fue el duque de Montpensier el primero en montar una caseta privada en la feria sevillana. Al buen mozo, las casetas donde se congregaban el resto de mortales le debían parecer poco propicias para el agasaje y el disfrute festeros.

Así empieza la carrera, apenas tres años después de su instauración, para convertir la feria de Abril de Sevilla en una de las más clasistas del universo mundo, para despojarla de su carácter popular a fuerza de arrinconar al “pueblo” en los arrabales de la propia fiesta.

Y es que aquí, que somos como somos, en vez de tomar la senda de aquellos taberneros que abrían al respetable sus negocios y barracas en aquel recién nacido “Real”, y contra todo pronóstico de la razón, elegimos parecernos al señorito y acabamos convirtiendo así el espacio público en un enorme queso donde, hoy por hoy, no llega ni al 5% el número de casetas de libre acceso, no vaya a ser que nos mezclemos.

Es Sevilla tierra de rancios y de regusto por el postureo, aunque es lo segundo lo que verdaderamente nos puede. Para eso parece estar hecha la feria, para el disfrute (o el espejismo) de que opositando a la sevillana ranciedad nos separamos del vulgo. Y aireamos orgullosos que tenemos caseta y que no tendremos que mendigar en las puertas de nadie con que “soy amigo de Antonio, el de la cocina”, ni que nos tendremos que arracimar frente a las públicas, donde entra cualquiera. Y nos mirarán desde abajo, querremos pensar, para así poder mirarlos nosotros desde arriba y sentirnos rancios aunque sea por un día, aunque sea desde lo alto de una montura llevada al extremo del cansancio para mayor gloria de nuestra necedad. Y de nuestra miseria.