Apenas se abre la puerta, una espesa luz se te arremolina entre las piernas. Dentro, entre copa y copa, la Mercedes se adueña de todos los silencios. No hay entonces mujer más hermosa.
El aliento solitario, gintonics de garrafa y mesas bajas con faldilla brillante, ¡bienvenidos al infierno! Un paraíso de mulatas y rubias teñidas y la Mercedes con una luz propia, como en las tablas renacentistas. Levanta la mirada, enciende un cigarrillo y todo se detiene. No hay entonces mujer más hermosa, a pesar de que en sus ojos se levante una sombra como una tormenta que arrastre odio y sueños.
En una cajita metálica guarda fotos, cartas, recuerdos de lo que fue, de una playa blanca y del hambre, de la cara de su madre y sus hermanos, el billete de un avión sucio y sombrío... Algunas noches también recuerda a su padre, y ve su puño duro y preciso golpeándole la cara, el estómago, lo primero que encuentra, y recuerda entonces el sonido quedo de un cuchillo y el cuerpo de su padre desangrado junto a la cama. Aquella noche salió corriendo de su casa, casi sin despedirse, despeinada y llorando, demasiado niña para correr tanto y tan sola.
Ahora balancea el mundo a su antojo en sus caderas, como si fuese una diosa −−¿o acaso lo sea?—, como si de ella fluyese el lento caminar de todos los relojes.
La Mercedes, canto de sirena que te atrapa, vórtice lascivo, todo gravita en torno suyo, de sus ojos, de sus labios, del deseo. Y no hay entonces mujer más hermosa. Sólo la fría luz de la amanecida recuerda ya su nombre antiguo de niña respondona.
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