martes, 1 de noviembre de 2011

CUATRO MINUTOS



Como cada tarde, a las tres, se abre la ventana. Al poco, aparece la primera voluta de humo. Ahí está, pienso. Ha sido así todas las tardes, durante años, salvo en verano. Sabe dios qué otros oscuros placeres buscará en verano. Milimétricamente puntual cada tarde. Escrupulosamente puntual, diría mejor. Es curioso, pero nada, ninguna señal, hace intuir un mínimo movimiento tras la ventana que anuncie su apertura. Nunca un movimiento de visillos, ni una sombra. Nada. Y a las tres en punto se abre la primera hoja, la de la izquierda (la derecha para mí, según miro). Apenas queda abierta del todo, inicia el moviendo la segunda, pero ésta se para siempre justo al alcanzar una apertura de cuarenta y cinco grados. Ni uno más. Entonces, cuento hasta quince y aparece una línea de humo azulado. Así todas las tardes. Salvo en verano.
 
 
Tan sólo una vez alcancé a ver una mano apoyada en el alféizar. Fueron unos segundos, dos, tres a lo sumo. Fue hace ya bastante tiempo, casi al principio, pero la recuerdo perfectamente: blanca, dedos alargados y finos, muy blanca, sí, y con un aire despreocupado. Nunca hubo más ni una mano, ni un perfil, ni una voz siquiera. Sólo aquel humo azulado, esa línea azul que cada quince segundos atraviesa la ventana, siempre en la misma dirección ascendente, metódicamente repetida cada quince segundos, siempre siete veces. Después, dos tensos minutos de ilusión y se vuelve a cerrar la ventana. Primero la hoja de la derecha (la de la izquierda para mí, según miro). Justo después la otra, suave, sin un golpe nunca. Y ya hasta el día siguiente.

A veces he llegado a pensar que se trate de un enfermo, de uno de esos trastornados que se obsesionan con extrañas rutinas que repiten una y otra vez, hasta la saciedad y sin remedio. O de aquellos que quedan prendidos en una extravagante y vacía fijación. Y me da lástima. Nunca entendí muy bien cómo surgen estas cosas, cómo degeneran sus mentes hasta el punto de desvincularse de tal forma del simple devenir. Me da lástima, sí, pero a la vez pienso que es eso, precisamente, lo que lo mantiene unido a lo cotidiano. A mí. Aunque sea sólo durante esos escasos cuatro minutos diarios. Y no alcanzo a adivinar cómo serían nuestras vidas si un día, cualquier día salvo en verano, a las tres, no se abriera esa ventana.

                                                           

2 comentarios:

  1. Que bueno Juanlu, que maravillosa forma de desentenderse del yo y querer explicarlo en la manera de actuar del otro, como quien elude la responsabilidad y señala con el dedo de señalar delante de un espejo.

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  2. Gracias Félix. ¿cuántas veces hemos escondido nuestras rutinas en las rutinas del "otro"? ¿y nuestra paranoia?

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