El señor García de Sanjuan, Don Cristóbal, al que en casa llamaban todos cariñosamente “abuelo”, después de cerrar el cajón de su mesa con llave y poner la funda a la máquina de escribir, salió de la oficina sin decir una palabra y con la gabardina cuidadosamente doblada sobre su brazo izquierdo.
No había llegado aún a la parada del autobús cuando decidió volver sobre sus pasos y regresar a la oficina. Había olvidado poner el lápiz en el cubilete que, hacía un par de años ya, le habían regalado sus hijos como parte de un lustroso juego de escritorio color naranja.
Pilar, la administrativa, miró extrañada por encima de sus gafas cuando lo vio aparecer de nuevo. No era capaz de encontrar una respuesta a esta vuelta tan repentina, y por eso estiró bien el cuello desde su asiento para ver qué ocurría en el despacho de Don Cristóbal.
Vio cómo a Don Cristóbal se le caía la gabardina al suelo y cómo buscaba, algo dubitativo, un lugar para sentarse. Después lo vio aflojarse la corbata y desabrocharse el cuello de la camisa, y esto sí que le pareció extraño, con manos temblorosas: a pesar de su edad, Don Cristóbal gozaba de un pulso magnífico que siempre ponía como ejemplo de rectitud emocional y –nunca se supo bien por qué- de fortaleza cristiana.
Pilar vio también cómo, poco a poco, Don Cristóbal se iba derrumbando sobre su mesa, como si de pronto se le hubieran venido encima todos esos años que pasaba casi sin esfuerzo, y que no eran pocos, pues ya hacía bastante que debía de haberse jubilado.
Sabía que algo raro ocurría y tomó la decisión de entrar en el despacho para ver si Don Cristóbal necesitaba ayuda, como así parecía. Cuando entró, Don Cristóbal estaba llorando, casi sin hacer ruido, pero llorando. Al verla acercarse, levantó la mirada hacia ella y, entre decepcionado y herido, le dijo con un hilo de voz: “Estaba dentro, el lápiz ya estaba en su sitio”. Y le pidió que telefoneara de inmediato a su esposa para que viniese a recogerlo con el coche.
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