Asistimos estos días a toda una batería de comentarios y soflamas en favor de la continuidad de la monarquía en este país.
De entre todas ellas, la más falaz quizás sea la que se sustenta en la paleolítica prueba del nueve del referéndum del 78, aquel por el que se ratificó el texto de la actual Constitución española.
Pero parece que quien esgrime dichos planteamientos pasa por alto, si no olvida directamente, un par de detalles de interés.
El primero, de importancia, es que Juan Carlos fue nombrado rey bastante antes, justo a finales de noviembre de 1975, apenas unos días después de la muerte de su generalísimo mentor y valedor, y por la única voluntad de este último.
En segundo lugar, y no de menor importancia, es que se obvia toda la carga social y política que rodeó aquel referéndum. No creo necesario recordar de la caverna que se salía en aquellos años y lo que suponía, para los que la padecieron, aquel primer gran paso por recuperar la dignidad y la normalidad democráticas, máxime ante el peligro real de que todo se desvaneciera como un sueño.
Pero resulta cuando menos disonante intentar mantener en pleno siglo XXI una estructura medieval como la monárquica. En una sociedad de hombres y mujeres libres, de igualdad, de futuro, no es de recibo enrocarse en una relación de vasallaje. Como tampoco lo es el menosprecio que supone hacia la mujer esa aplicación extemporánea que se quiere hacer ahora de la Ley Sálica, o que alguien herede el poder como quien hereda el anillo de sus mayores y sin más intercesión que la de la paloma del ínclito Rouco.
Cuarenta años después (otra vez cuarenta años), sentimos que hemos crecido como sociedad y como ciudadanos. Y hemos aprendido mucho durante el trayecto, sin duda.
Una de las cosas principales que hemos aprendido es que queremos que se nos respete, y el régimen del 78, ese que vemos hacer aguas, ese régimen de partidos y sindicatos trucados y vendidos al mejor postor, nos ha perdido el respeto definitivamente. Y la Casa Real también forma parte de ese régimen. Y también nos ha perdido el respeto.
Va siendo hora ya, pues, de exigir que como ciudadanos se nos respete y se nos pida opinión en cuanta ocasión de importancia lo requiera. ¡Qué mejor muestra de madurez democrática que la de dejar opinar al pueblo, pero de opinar con garantías! Imponer no es democracia, por mucho que lo revistan algunos de sumas parlamentarias suficientes, sobre todo si lo que esas sumas buscan es la perpetuidad de la especie.
Los "padres de la patria" se llenan la boca con que nuestra democracia se ha hecho mayor. Pues aplíquense y permitan en serio y de una vez en este pais la democracia. Dejen a un lado sus bolsillos y permitan que esta ciudadanía, adulta y libre, decida el modelo representativo que prefiere, sin engaños ni miedos ni cartas marcadas como en el 78.
Porque somos ciudadanos adultos, no súbditos, y es nuestro deber exigir que así sea.
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