Foto de Noelia Martín para La Voz de Alcalá.
Llegué al Cristóbal de Monroy en el año 78. Eran tiempos social y políticamente
convulsos en los que, como reflejo de todo lo que se vivía en las calles, las
aulas replicaban ansias de búsqueda, de libertad, de emoción, de compromiso. Allí,
tuve la fortuna de encontrar un grupo de docentes profundamente comprometidos y
que daban voz y espacio a esos aires nuevos que respirábamos. También a un buen
número de alumnos, de compañeras y compañeros, decididos a aprenderse (y a autoafirmarse) saltando por
encima de corsés y ripios grises.
Mientras las aulas se llenaban de debates y de actividades culturales
diversas (certámenes de poesía o pintura, edición de revistas, cine, música…),
el Salón de Actos se erigía en epicentro del futuro que estábamos buscando. Así,
al calor de su escenario, surgieron iniciativas teatrales que nos acercaron
desde la poesía social hasta los lenguajes escénicos de vanguardia (¡cómo
olvidar aquella visita-charla de Lindsay Kemp!), pasando por el desempolvado de
autores capitales prohibidos por la censura hasta hacía apenas unos años antes
o por iniciativas renovadoras de la educación a través de programas de
formación teatral e investigación escénica.
Eran unos años en que tomar partido era más que necesario y desde
aquellas tablas señalábamos (a veces de forma consciente, otras no o no tanto)
las miserias y la tristeza de un régimen –en su más amplia acepción- que se
negaba a desaparecer. Y, a tenor de sus respuestas, bien supimos que el camino era el correcto.
Este año de 2019 se celebran las bodas de oro del alcalareño I.E.S.
Cristóbal de Monroy. Como escribía recientemente Vicente Pérez, actual profesor
del centro y antiguo alumno del mismo, algo que “nunca ha sido lo bastante
ponderada es la importancia del Centro como inductor del desarrollo cultural en
la Alcalá de los años 70-80 del pasado siglo, fundamentalmente a través de la
intensa actividad generada alrededor de su Salón de Actos”. Estas celebraciones
han ido recorriendo, pues, diversos aspectos del medio siglo vivido por el
Centro, pero, quizás contagiados por la profunda revisión que el propio Salón
de Actos sufrió en su fisonomía hasta volverlo “otra cosa”, aquellos años de
libertad y creación estaban quedando olvidados, precisamente cuando más sentido
tenía refrescar todo lo que se generó entre aquellas paredes.
Es aquí, por tanto, donde reside la importancia de esta iniciativa,
“Un teatro en la memoria”, surgida del interés investigador del profesor
Vicente Pérez y que ha encontrado la colaboración del Centro Cultural San
Miguel: recuperar la memoria, no como un simple acto de evocación
autocomplaciente, sino como un ejercicio para poner en valor el compromiso
vital que nos movió entonces de cara a compartirlo con las nuevas generaciones.
Y en este marco, dos actividades principales: una, un hermoso documental que
dibuja la historia de aquellos años de transgresión y aprendizaje colectivo; y
otra, dos mesas de debate (una de ellas en el propio Salón de Actos y dedicada
a los actuales alumnos) donde algunos de los que fuimos partícipes directos de
todo aquello intentamos desgranar cómo fue el camino, por qué fue necesario o
por qué de su vigencia.
Hoy, como ayer, la vida en los centros educativos nos devuelve la
imagen del exterior como un espejo: el sueño de una democracia que no lo es, el
acomodo servil del liberalismo, la ilusión de unas metas conseguidas que a la
postre resultaron ser migajas, la competitividad frente a la mano compañera, y todo
como reflejo del adocenamiento general en que vamos navegando, como su causa y también
como su efecto en un bucle infinito. Por eso, cuando todo nos lleva a un atrás
entre conformista y suicida, cobran relevancia iniciativas como esta de
recuperar, para compartir, las voces que un día se ilusionaron.
Como nos recordaba David Fernández en una de estas charlas, es
necesario no conformarse con los ritmos que nos imponen los programas
educativos y hacerlos saltar por los aires como señal inequívoca de que estamos
vivos. Es necesario aprender de los que fueron, de los que fuimos, para aprender
a ser los que seremos. Porque estamos vivos, porque seguimos vivos. Siempre.
Gracias, amigos Vicente, David y Lara, por propiciar estas jornadas
que, más allá del emotivo reencuentro, nos han dado la oportunidad de
revisitarnos y seguir aprendiéndonos como personas.
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