Mañana de domingo en la Alameda de Hércules, finales de los años 60.
Mi madre nació en una casa de vecinos junto a la carbonería de la calle Santa Clara, allá en la confluencia con Lumbreras. Una casa no muy grande pero que albergaba, en pequeñas habitaciones alrededor del patio, a varias familias. Una casa, como tantas otras a su alrededor, donde se compartía mucho más que un espacio común: casas donde respiraba y crecía el barrio como elemento solidario y aglutinador, como referente de procedencia, de clase en definitiva.
Cuando mis padres se casaron (mi padre era de una calle cercana, de
Medina, un callejón de Hombre de Piedra) permanecieron unos años aún en aquella
casa junto a la que habían construido su mundo más cercano, esos amigos que,
casi sin darnos cuenta, se convierten en una nueva familia, fiel, cómplice, elegida.
Allí nacimos mis dos hermanos y yo, y allí dimos nuestros primeros pasos en ese
sentimiento de especial pertenencia. Unos años después nos mudamos apenas unas
manzanas más allá, a la zona de San Vicente contigua a la antigua Puerta de San
Juan. También a una casa de vecinos, también de alquiler y también rodeada de
otras muchas casas donde las familias vivían esa vida común en torno a patios
heredada de generaciones. Esta cercanía nos permitió, además, no perder el hilo
que nos unía a las calles, los lugares, que aprendimos de pequeños.
Aquellos años sembraron mi infancia, pues, de lugares y personas que
ya me acompañarán siempre, aunque sea casi como retratos en sepia de la
memoria. La freiduría de las Lumbreras, junto al caracolero Corral de los Chícharos;
la barbería de Juan, el barbero que más hablaba del mundo; la imprenta donde
trabajaba mi padrino, frente a la nave Singer, en la que me llevaba las horas
mirando extasiado el chuf-chuf de las prensas; la taberna de los Villalba y su
pasado de banderilleros; la bodega de las Lumbreras, a donde mi madre me
mandaba a comprar vinagre a granel y en la que una mañana presencié un brutal
accidente; el taller de Guzmán Bejarano, de cuyas manos surgían las volutas
doradas de la Semana Santa y a quien, pegando nuestras naricitas en los
cristales de la puerta, veíamos afanado siempre sobre las maderas; las
costureras de Semengar que ahora
llenaban las naves de la antigua fábrica de cerillas y que cada tarde pasaban
cogidas del brazo bajo mi balcón; el Cine Ideal, con su largo pasillo de
entrada y cuyas paredes encalaran durante años primero mi abuelo y después mi
padre; la Casa de las Sirenas, el antiguo palacio del marqués de Esquivel,
inundada de gatos y maleza; la frontera que trazaba la tapia de la vía en
Torneo y los campos de libertad y transgresión que se abrían tras ella… También
mi niñez discurrió de la mano de mis padres por entre los ríos de caras y
objetos que cada jueves alfombraban desde la Cruz Verde hasta San Juan de la
Palma, por el enjambre de tiendas que iba de Regina a José Gestoso o por entre
los puestos del mercado de la Feria, desde donde los ojos de los peces me
encogían el alma.
Pero llegaron aquellos años que anunciaron el principio del despojo, y
los patios comenzaron a caer en el abandono, como la casa de “los comunistas”, así la llamaban en la
intimidad y en voz muy baja mis padres, en donde varias generaciones de una
extensa familia resistían los envites de la piqueta y de la represión. También
en casa nos tocó resistir la piqueta ansiosa, pertinaz, amenazante, que nos
imponía el casero del edificio desatendiendo las reparaciones para forzar así
el desalojo. El centro de la ciudad se volvía muy apetecible y la especulación
fue arrojando a familias enteras al sur del extrarradio, donde surgían nuevos
barrios, impersonales, uniformados. Así, vimos cargar sus enseres a muchos
amigos camino de un destierro que, en el fondo, nos perseguía a todos.
Cerró Paco Feria, aquel carlista que vivió en primera persona los
sucesos de Montejurra, su tienda de ultramarinos, el antiguo “desavío” donde
comprábamos el pan, la leche o cualquier imprevisto. Cerraron la quincalla de
Arturo y la droguería. Cerró Demetrio, y cerró Gracita, la frutera. Juan bajó
definitivamente la persiana de su barbería y la imprenta de mi padrino acabó en
un polígono industrial a las afueras de un pueblo cercano. Las casas de
Antoñito, de Vicente, del Melenas, fueron cayendo una a una para dejar sus
patios perdidos a la intemperie y listos para una, decían, nueva ciudad. El barrio
se convirtió, en meses, en una enorme escombrera de derribos tapiados con
carteles a todo color donde se anunciaban las próximas promociones de
viviendas.
La casa donde nací, donde ya había nacido también mi madre, acabó
convertida en otra cosa, sin gitanillas en los balcones y con un gris y enorme
portalón automático. La casa de San Vicente, de la que finalmente tuvimos
también que marchar, acabó con los años vendida al mejor postor. Hoy, las
banderas que engalanan el hotel en que acabó convertida, asoman desde el que
fue el balcón del dormitorio de mis padres.
Mi barrio, mi infancia, fue abandonando de esta forma su geografía
para dejar asomar otras caras, otros gestos menos cercanos. Casi sin respiro,
transitó del desarrollismo sanguinario de las grandes constructoras iniciado en
los 60 a los planes dibujados para los fastos universales del 92. Calidades de
primera, terminaciones de lujo, patios donde los niños no podían jugar rodeados
de viviendas silenciosas y aisladas –por dentro y por fuera- del exterior. Se
nos dijo que, así, la ciudad era más habitable y, aunque no se nos explicó para
quién, pronto supimos que éramos nosotros los que sobrábamos. Se cambió el
alquiler por la posesión como necesidad, se confundió la modernidad con la
exclusión, se expulsó de sus casas, de sus vidas de toda la vida, a todo el que
no cumplía los cánones de aquella modernidad al peso, como Rosario, como
Fernando.
La Alameda, que perdió el albero y sus pequeños parterres, es ahora un
slalom de neones y veladores de diseño. Han desaparecido para siempre el
Chispitas, las Maravillas, el quiosco de “la sorda” y la Papelería El Sol. Los
rumores sobre La Conga y las timbas del Casino Ferroviario no son ya más que lejanos
recuerdos. En la “escalerilla”, un parking engulló para siempre aquellos
partidos a cara de perro de los sábados por la mañana. El colegio San Luis
Gonzaga y el café Viena, donde de pequeño desayunaba chocolate con churros y en
donde hasta celebramos mi primera comunión, han acabado siendo unas asépticas y
anodinas franquicias, como tantos cientos de asépticas y anodinas franquicias.
Estos días leo en la prensa cómo la policía, obedeciendo a quien
obedece, ha desmantelado el mercadillo del Jueves con escusas poco creíbles. Lo
leo en el mismo periódico donde se anuncia –curiosa coincidencia- que el
edificio de Casa Carreras, junto a la plaza de los Carros, se reconvierte en
apartamentos turísticos, esa fiebre que está ahogando nuestras calles y plazas.
En el Jueves, de pequeño, paseé, respiré, viví una ciudad que nos quería.
Tampoco podré olvidar cuando iba con mi madre a comprar a Carreras, con su
largo mostrador y su trajín de hules y cacharrería de plástico. A la
modernidad, a la de antes y a la de ahora, le estorba la ciudad y la historia
que dibujan sus aceras, sus cambalaches, sus bares de viejo, sus remolinos de
voces. A la modernidad solo parece interesarle el interés de quien hace de la
ciudad negocio o tarjeta de visita con derecho a roce. Y la verdad es que les
está quedando una suerte de parque temático muy cool y muy aseadito, pero con muy poca alma.
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