Dicen
los que han estudiado el tema que fue el duque de Montpensier el primero en
montar una caseta privada en la feria sevillana. Al buen mozo, las casetas
donde se congregaban el resto de mortales le debían parecer poco propicias para
el agasaje y el disfrute festeros.
Así
empieza la carrera, apenas tres años después de su instauración, para convertir
la feria de Abril de Sevilla en una de las más clasistas del universo mundo,
para despojarla de su carácter popular a fuerza de arrinconar al “pueblo” en
los arrabales de la propia fiesta.
Y
es que aquí, que somos como somos, en vez de tomar la senda de aquellos
taberneros que abrían al respetable sus negocios y barracas en aquel recién
nacido “Real”, y contra todo pronóstico de la razón, elegimos parecernos al
señorito y acabamos convirtiendo así el espacio público en un enorme queso
donde, hoy por hoy, no llega ni al 5% el número de casetas de libre acceso, no
vaya a ser que nos mezclemos.
Es
Sevilla tierra de rancios y de regusto por el postureo, aunque es lo segundo lo
que verdaderamente nos puede. Para eso parece estar hecha la feria, para el
disfrute (o el espejismo) de que opositando a la sevillana ranciedad nos
separamos del vulgo. Y aireamos orgullosos que tenemos caseta y que no
tendremos que mendigar en las puertas de nadie con que “soy amigo de Antonio, el de la
cocina”, ni que nos tendremos que arracimar frente a las públicas, donde entra
cualquiera. Y nos mirarán desde abajo, querremos pensar, para así poder mirarlos
nosotros desde arriba y sentirnos rancios aunque sea por un día, aunque sea
desde lo alto de una montura llevada al extremo del cansancio para mayor gloria
de nuestra necedad. Y de nuestra miseria.
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