Los árboles.
Los pájaros. El aire. Sentado en el balcón voy dejando que el tiempo pase sin
prisas, leve como un susurro, que me lleve con el andar cansino de las tardes
de estío. Ahora tocan las campanas. Son las seis. En el tocadiscos, Carmen
McRae desgrana Inside a silent
tear y a Ray Brown le suena el bajo
mejor que nunca: double bass. Es como una canción hecha a propósito,
hecha para que hoy a las seis de la tarde me sentara en el balcón a llorar como
un necio, sólo porque Carmen lo diga.
Los
árboles. Los pájaros. El aire. Aún no se bien
qué me ha hecho volver a esta ciudad olvidada de todos. Hacía diez años
ya, y cuando bajé del coche, me ha crecido en las manos como una criatura en
tan sólo cinco minutos. Ahí estaba la casa grande, allí en la esquina el bar de
Matías, la casa de Luis, el médico, y la tiendita, como le gustaba decir a
Blanca, la tiendita de ultramarinos, “Casa Ruiz”. Todo seguía igual, o casi.
Ahora
estaba allí, sentado en el balcón y con las manos vacías, con los ojos vacíos
intentando no pensar más que en los árboles, los pájaros o el aire, pero
alguien detrás de mí me recordaba el frío de las ciudades, ese frío que te
atenaza como cuando te ves tirado por las esquinas después de una borrachera.
Fue igual cuando Blanca me dijo que se iba. Inside a silent tear.
Carmen, cállate, no sigas.
Conocí
a Blanca en una de mis vacaciones. Por la noche, cuando iba al bar de Matías a
tomar el último anís, siempre la encontraba en la mesita del rincón, envuelta
en su libro y en su Coca-Cola, como si nada fuera con ella. Una noche agarré mi
copa, me acerqué a su mesa y me senté. Bebimos y hablamos hasta que Matías nos
echó a la calle, ya bien tarde. Aquello se repitió noche tras noche. Fueron los
últimos días de un verano que ahora se me antoja irreal, como si hubiera sido un sueño, o no, ¡yo qué sé!
Después de tanto tiempo, la casa olía a años,
a todo este tiempo de no pasear por ella más que fantasmas y hormigas. El patio
habría que arreglarlo un poco, pero no creo que me corriera demasiada prisa.
Cuando he abierto la puerta he sentido un pellizco abajo, adentro, tantas horas
pasadas allí, sentado en esta hamaca oyéndote recitar poemas, leer fragmentos
de libros escogidos al azar, escribir cartas eternas a remites imaginarios. A
media tarde preparábamos un café y
aquello era como la única concesión que éramos capaces de hacer a lo cotidiano, dejarnos invadir por el olor
espeso del café recién hecho. Años más tarde sería yo quien te escribiera las
cartas eternas, te leyera los poemas, quien devorara las historias.
La
primera vez que entré en tu casa fue una tarde de primavera, al año siguiente.
Llovía y hacía frío. Te puse unos discos que venía de comprar, algo de
Gillespie con Charlie Parker. A ti aquella
música no te gustaba mucho, esa música de locos, me decías, que te ponía
nerviosa, aunque de tanto en tanto te dejabas llevar con un leve tamborileo de
los pies. Aún lo recuerdo como si fuese
aquel día. Justo en la entrada había un baúl y un paragüero de madera que, me contaste,
habías encontrado una noche en la basura. El salón era un revoltillo de ropas y
cajas de las que salían las cosas más insospechadas. Detrás de un biombo, la
cama y una mesita con una pequeña luz. Al principio me sentí un poco incómodo,
no sabía dónde podía
pisar o si, acaso, podría pisar en algún sitio, pero con el tiempo supe
bien todos los caminos y aprendí a desgranar todos los secretos. Nunca olvidaré
ya el olor tibio que bajaba del techo y se posaba por todas partes. Ni tus manos trajinando en
ese bazar de locos en el que vivías.
La
verdad es que aún no se por qué he venido a parar aquí después de tantos años,
aunque, supongo, habrá sido ese oscuro deseo de errar por la memoria que nos
asalta al final del camino, cuando sentimos que lo hemos perdido ya todo. Me habías dicho que te ibas, sin
lágrimas, sin abrir apenas los labios, con el gesto dulce y blanco. Radiante a
pesar de todo. También aquella era una tarde fría de primavera y en las ventanas la lluvia redoblaba
un medio tiempo. Una hora después los largos y asépticos pasillos me
engullían las entrañas. Y aún sin saber por qué, he acabado aquí hoy, tan
lejos, tan solo. Otra vez. Tan solo. Tan solo. Tan solo. Y Carmen no deja de
recordármelo.
Esta
mañana temprano he estado paseando por la alameda, había llovido un poco y el
olor de la tierra húmeda invitaba. No había mucha gente. Sentado en un banco he
repasado algunas de las notas que tomé durante aquel mes infinito, aquel mes
sin más horizonte que la espera. Por las noches, sentado al pie de tu cama,
escribía para ti mientras veía cómo te
alejabas poco a poco. Te contaba así todo lo que no me atrevía a decirte. Ahora
ya no parecían tener sentido, pero a mí no me han dejado dormir apenas durante
todos estos años. A media mañana el sol ya calentaba y una pequeña bruma se ha
ido enredando en mis zapatos.
Quizás
sea eso lo que he venido a buscar, un poco de orden y sentido a todas esas
notas. La vida entera parece que quepa
en unas cuartillas y tú, mientras, te ibas quedando atrás, ajena a las noticias
de los diarios, diluyéndote en el agua absurda de una cama de hospital, en
todos aquellos años de vaciar sueños y miserias, a partes iguales, en tus
venas. Nunca te lo había dicho, pero
aquella noche, la primera vez que me besaste, lloré. Ya ves. La luz de la luna
te dibujaba suaves sombras en la cara y tus ojos estaban hermosos como nunca.
Me pediste que no te dejara, que en invierno haríamos un muñeco de nieve en la
plaza, que juntos veríamos crecer los juncos del río. Lloré aquella noche y me
comí por dentro muchas noches más. A la primavera siguiente, con los primeros
atardeceres eternos e incendiados, me presenté en tu casa. Me temblaban las
piernas y el alma.
La
tarde va cayendo lenta, alargando las sombras y difuminando suavemente los
contornos como en las fotos de Hamilton. Me da miedo girarme y verte de nuevo
con el pelo suelto y húmedo bailando como un pato para hacerme enrabiar. Me da miedo oír tu aleteo nervioso,
el dulce y burlón aleteo de tu inconsciencia. Me está matando este miedo de que
nunca más he de verte, de que nadie me bese los ojos al dormirme, de
mirarme dentro y no ver más que silencio. Ni siquiera árboles. Ni siquiera pájaros.
Ni aire
siquiera. Silencio y tu último
gesto, dulce y blanco, para decirme que no aguantabas más, que nunca más me
ayudarías con los muñecos de nieve, que me querrías siempre, que no te
olvidara. Y no llores, por favor.
Los
últimos niños ya corren a sus casas y yo sigo aquí, atrapado en la honda voz de
Carmen, en el pulso vibrante de Brown, hipnotizado y ausente: double bass. Quizás sea que todo lo que
tengo es tu recuerdo y que diez años vagando por otras ciudades, por otras
voces, son un sinsentido, una huida hacia adelante vacía y absurda. Volver por
encima del dolor, o por el dolor mismo. Volver para descubrirte en cada objeto,
en cada sueño. Quizás sea que lo único que poseo son tus ojos y que echo de
menos cuando me hablabas al oído en invierno con la escusa de que tenías frío,
los dos abrazados muy juntos y el mundo parado en una hermosa foto fija. Quizás
sólo sea que necesito, ahora más que nunca, los árboles, los pájaros, el aire.
Y a ti, Blanca.