jueves, 3 de septiembre de 2015

PEQUEÑA MUERTE






                                          (foto de Nilufer Demir - Reuters)



                                                        ("Pequeña muerte", Hilario Camacho)




Huir del horror, de la barbarie infinita, de la desesperación y la desesperanza. Huir del olor a muerte, de la sangre en las aceras, de niñas violadas, de vidas despreciadas. Se llamaba Aylan Kurdi y tenía apenas tres años. Las playas turcas de Bodrum recibieron su pequeño cuerpo mientras gobernantes sin escrúpulos ni conciencia reducen la tragedia a un vergonzante mercadeo de salón.

Maldigo a esos cuervos, a esas alimañas que arrojan países enteros a la destrucción para alimentar su codicia. Maldigo a aquellos que se llenan la boca de leyes sólo cuando pueden sacar tajada. Maldigo y repudio a esos hijos de puta que luego blindan sus fronteras para que la vergüenza no les manche sus zapatos de niños ricos.

Mientras el pueblo sirio (y el afgano, y el eritreo, y tantos y tantos pueblos…) se desangra en las fronteras de una Europa-fortaleza a medida de las élites financieras, los Derechos Humanos son gaseados y apaleados, confinados en estaciones, contenidos entre alambres como una epidemia fantasma, o yacen arrojados en la arena, con sus chalecos rojos y sus zapatitos, como el pequeño Aylan en las playas de Bodrum.

Sonroja oír a nuestros gobernantes regatear como en un mercado, jugarse a los dados los tantos por ciento, intentando mirar para otro lado mientras esconden sus manos manchadas de sangre. El pequeño Aylan huía de la miseria financiada por EEUU, por Rusia, por China, por la UE y por los países árabes del Golfo Pérsico. Huía del odio irracional del poder, de la sinrazón del dinero y los intereses geopolíticos, para acabar con los labios hinchados y violetas, arrojado en la playa, sin derechos, sin vida.

Millones de refugiados y desplazados, millones de Aylan, recorren desesperados cada día el filo de la navaja. Una navaja que vulnera sistemáticamente los Derechos Humanos y que se niega a cumplir el derecho internacional mientras aboga por ahogar la esperanza en origen pidiendo que se bombardeen barcos y puertos para evitar así tenerse que mirar en los espejos, pero una navaja que no habla de zanjar de una vez por todas la rapiña con la que acosa la historia de los pueblos, la risa de sus gentes.

Al menos, una vez más, los ciudadanos han demostrado estar muy por encima de sus gobiernos mediocres y exigen el abrazo hermano y la mirada de reconocimiento en el otro. Aunque para Aylan ya sea tarde y nada ni nadie pueda enjugar su cuerpo de niño sobre las playas de Bodrum.