A Luis, el Marqués, le gustaba llevar siempre las gafas de sol puestas: "las antiparras son pa' despistar al enemigo", respondía, como una versión sureña del fai un sol de carallo. También estaban Faé, Agustín y el Julio. Flamenquito, mucho flamenquito. "Antonio, ponte otra jarrita, cojones", y Antonio la ponía sin prisas, así, gustándose, como un maestro -el mosto es arte- mientras Agustín le improvisaba letras surrealistas por tangos para celebrarlo.
La noche era un viaje infinito y hermoso, una bacanal de almas desnudas, sin preguntas, sin reproches, sólo con las manos abiertas de quien sólo tiene su alma que ofrecer. Algunas veces, Agustín se alejaba en el tiempo y lloraba como un niño chico, sacaba una foto de su madre, de cuando su madre era la mitad de joven de lo que él era, y lloraba: "la mujer más bonita del mundo, y la más buena". Entonces sabían que era ya hora de irse, y acompañaban a Agustín a su casa para que no se extraviara en el frío de la noche.
Eran los amos del mundo. Lo encogían y lo alargaban a su antojo, lo paraban, lo dormían, y de pronto como un clic y todo era un juego:
- "¡No me encuentras!"
- "¡Faé, joíoporculo, no te muevas más!"
Eran los amos del mundo, los amos de un mundo que hacía tiempo los había olvidado, que les había arrebatado todo hasta la extenuación, y ahí estaban, gigantes a pesar de todo, enormes como sus noches de flamenquito. Eran los amos del mundo y no lo sabían. Ni puñetera falta que les hacía.